Dimoni Albí

Autor: Lucas Naranjo

-Relato ganador del tercer premio en el concurso de marzo 2023-

DIMONI ALBÍ

Como en cada tercera semana de enero desde que tenía uso de razón, Aitor se dirigió al viejo baúl del abuelo para sacudir el polvo, empujar la cerradura y abrir la tapa. Parecía una ocasión como cualquier otra, pero un hecho marcaba la diferencia: sería su primer festival en solitario. Hacía tan solo un par de meses desde que la demencia acabó de consumir la memoria de su abuelo, dejándolo en un estado de muerte en vida y, posteriormente, muerte a secas. Fueron días duros para toda la familia, aunque fue él, tan unido al vejete durante aquellas dos últimas décadas, quien peor lo llevó. Le había enseñado todo lo que sabía, aquellos conocimientos que la escuela siempre trató de eludir, y lo que aguardaba en el fondo del cofre era su tesoro más preciado. Había compartido con él cada día de Sant Antoni desde sus primeros recuerdos, inundados de ruidosos correfocs y fuegos artificiales. Sin embargo, al volver a aquellos ecos de la infancia y pensar en su ser más querido, ni siquiera era capaz de vislumbrar su rostro. 

En su lugar, el Dimoni lo observaba con ojos hambrientos y una sonrisa inquietante. 

Desde luego, aquel año marcaría un antes y un después en su vida. No solo por el dolor de no tener con quién compartir tan deseado evento, sino porque ya no volvería a lucir las vestiduras del Dimoni Petit. Aquellos días de inocencia y jolgorio habían terminado, y era ahora el traje de su abuelo quien parecía clamar su nombre desde el fondo del baúl. Fue así que Aitor comenzó a remover todo el material acumulado a lo largo de los años, arrojando a ambos lados del desván todo lo que no interesaba. Enseguida se vio flanqueado por dos pilas de trapos ajados y residuos textiles, aunque lo cierto era que solo tenía ojos para el tesoro familiar. 

Aquel era el atuendo de su abuelo, el que había diseñado y realizado con sus propias manos y lucido en cada Sant Antoni desde la juventud. Más de cinco restauraciones habían sido necesarias para su supervivencia a lo largo de sesenta años, una edad que el indiscutible olor a vejez corroboraba. Sin embargo, y a pesar de los ásperos tejidos de antaño, parecía como nuevo. El Dimoni que encarnaba era uno feo y negruzco, de cuernos retorcidos y lengua emergente. Una corona de pelaje castaño le rodeaba el cuello, así como la cintura y el remate de las botas. Largas mangas serpenteadas por líneas carmesíes culminaban en guantes de garras sombrías, encargadas de sostener un báculo maligno. Era un disfraz escalofriante, y no podía negar que le había provocado sendas pesadillas durante la infancia, pero todo lo que le infundía ahora era una arrolladora tristeza. ¿Qué terror podrían albergar aquellos ojos si, al mirarlos, no veía sino los de su pobre abuelo? 

Pero, como no quedaba tiempo para lamentarse, Aitor se incorporó y procedió a equiparse. Estaba oscureciendo y pronto comenzaría el ball, cuando la isla se teñiría de rojo en un espectáculo de luces, colores y sonidos estridentes. Sant Llorenç se volvía especialmente hermosa durante aquellas noches, aunque no confiaba en que fuera a disfrutar tanto como en el pasado. Con algo de suerte, su teatro tradicional de diablos y bestias mitologías serviría para hacer reír (o llorar) a algún niño y podría darse por satisfecho. Después de todo, no le quedaban muchos más motivos para ser partícipe de aquella festividad. 

A pesar de que el traje lo mantenía aislado de la realidad, el estruendo general calaba hasta lo más hondo del cuerpo cuando uno ponía pie en el exterior. Aunque ya lo hubiera vivido en múltiples ocasiones, Aitor se sintió completamente estremecido al fundirse con la marabunta popular. Niños, jóvenes, adultos y ancianos disfrutaban a ambos lados de la calle de la música, los artistas y los artificios, todo ello sumido en un caos poseedor de una belleza sin igual. Los artesanos de la localidad invertían meses en erigir aquellos dragones tricéfalos, capaces de escupir controladas llamaradas por las fauces. Algo más abajo, humanos corrientes se cubrían los rostros y sostenían bengalas que zumbaban mientras emitían poderosos haces de luz que maravillaban a los pequeños. No andaban lejos los Dimonis, los favoritos del pueblo y el espectáculo predilecto. Torpes, juguetones y con malas intenciones, rondaban por toda la calle en busca de víctimas a las que engañar o persuadir para sacar algún beneficio. Los Dimonis Petits los seguían a todas partes como patitos a su madre, revoloteando por doquier entre brincos y risotadas. Era habitual verlos caer al suelo o estamparse contra los transeúntes, incapaces de vislumbrar correctamente su alrededor debido a las pesadas máscaras que les colocaban sobre la cara. Aitor recordaba haberse caído de bruces contra las piernas de su abuelo en más de una ocasión, aunque, perdido entre otros diez o quince diablillos idénticos, ni siquiera él llegaba a prestarle atención. Las noches de Sant Antoni eran tan salvajes que costaba creer que nadie hubiera muerto en todos aquellos años, aunque podía suponerse, por tanto, que la gestión municipal era la adecuada. 

Entre el retumbar de los tambores y bajo el fulgor de cada fuego artificial, Aitor comenzó a sentirse algo cansado. Otros Dimonis rondaban a su alrededor entre risas, danzando al son de la estridente música y empujando a los hombres y mujeres de la localidad a la pista pedregosa. La gente iba y venía, los dragones del averno atravesaban las calles sin dejar nada a su paso y las pandillas se abrían camino lo mejor que podían. El ambiente era lo suficientemente acogedor como para que hasta el más tímido se sintiera integrado, pero las circunstancias comenzaron a superarlo. No deseaba seguir oculto bajo la máscara, que abrasaba su rostro perlado de sudor a pesar de encontrarse en pleno invierno. Incluso le costaba seguir sosteniendo el báculo mágico, y sus pasos eran erráticos como los de un ciervo herido de muerte. Caería pronto y sería pisoteado por los críos si no hacía nada por evitarlo, pero no se sentía con fuerzas para echar a correr. De pronto le pareció ver a alguien, una especie de anciano dado de espaldas, de cabello canoso y rostro arrebolado. “¿Abuelo?”, pensó entre lágrimas emergentes, pero parecía uno de tantos otros. Estaba solo, le gustara o no, y ninguna gamberrada de su subconsciente podría cambiarlo. 

De todas formas, no parecía que fuese a tener mucho más tiempo para pensar. El abrumador olor de la humareda inundaba sus fosas nasales a medida que iba desplomándose, dirigiéndose hacia el suelo con una lentitud inusitada. Entonces creyó distinguir a un encapuchado, alguien de largos cuernos sobresalientes y mirada penetrante, pero ¿qué importaba ya?

Estaba solo, desde luego, y nada tenía sentido.

Aquella fiesta ya no significaba nada para él.

 

A medida que fue abriendo los ojos, el aroma ahumado volvió a llenar sus fosas nasales y, algo más tarde, su garganta. Despertó entre carraspeos que enseguida se convirtieron en toses y, al cabo, en murmullos de recelo. Se encontraba en un callejón adyacente, lejos del festejo pero a la vez tan cerca que los ritmos salvajes aún inundaban sus oídos. Los alaridos de los Dimonis no cesaban, del mismo modo que podía oír a los dragones rugir al ritmo de las llamaradas. Los correfocs no cejaban en su empeño, dispuestos a traer el infierno a la Tierra mientras nadie se lo impidiera. 

Pero, como acabó descubriendo, Aitor no se encontraba solo en aquella fría calleja. Alguien más se había apartado junto a él, aunque le daba la espalda como si no deseara saber nada. Aun así, recordaba aquellos cuernos retorcidos de sus últimos instantes de conciencia. La postura que había adoptado para sentarse sobre aquel banco de azulejos era extraña, vagamente humana, como una cabra tratando de adaptarse a una anatomía que nunca había sido la suya. 

Poco a poco, Aitor fue tratando de incorporarse. Sin embargo, abatido física y mentalmente, se descubrió incapaz de aunar fuerzas corpóreas para volver a la normalidad. Dejándose caer de nuevo, levantó el brazo y chasqueó lo mejor que pudo los dedos. Fue un amago algo ridículo, pero al menos sirvió para captar la atención de su curioso compañero. Este no dudó en volver la cabeza, ensombrecida bajo la capucha blanca que lucía. Su túnica era del mismo color que la luna llena, con ribetes negros que simulaban llamas del más profundo averno. Sus manos y pies eran como el carbón, rematados por largas garras curvas, las de su diestra sosteniendo un báculo de acebuche aún más retorcido y arcano que el suyo. 

No fue hasta que se acercó lo suficiente que pudo distinguir su rostro, tan extraño que lo dejó perplejo. Desde luego, lo que no podía negarse era que, quienquiera que hubiera diseñado aquel traje, había realizado un trabajo espectacular con la máscara. De ojos negros pero relucientes y una boca de ébano repleta de dientes torcidos, aquel Dimoni era sorprendentemente expresivo. Su rostro albino desvela curiosidad y diversión, con un ceño que se fruncía y elevaba a una velocidad de asombro. No tardó en colocársele enfrente, poniéndose de cuclillas mientras sus globos oculares chisporroteaban energía estelar. ¿Qué clase de purpurina debía haber usado para haber conseguido un efecto así? 

—Hola —lo saludó con una voz escalofriante, posiblemente modificada por algún dispositivo bucal. 

A pesar de que aquel callejón era insoportablemente gélido, Aitor seguía sintiéndose acalorado. Así pues, no dudó en retirarse la máscara de Dimoni y dejarla caer sobre su regazo. Tenía todo el rostro surcado por riachuelos de sudor, la piel enrojecida y los ojos exhaustos. Aun así, agradeció poder apreciar con mayor claridad las facciones de su nuevo amigo. Su trabajo artesanal parecía tan exquisito que ni siquiera imaginaba que hubiera un humano allí debajo. 

—Supongo que has sido tú quien me ha sacado de ahí —dijo Aitor, su voz extenuada—. Te lo agradezco. Me has salvado la vida. 

—No hay de qué —sonrió el Dimoni blanco, sus rodillas plegadas con una flexibilidad asombrosa—. Sé cómo te sientes, Aitor. De veras que siento lo de tu abuelo. 

—Gracias, han sido días duros. —El joven suspiró y luego fue abriendo poco a poco los ojos—. Espera, ¿cómo sabes lo de mi abuelo? 

Entonces, el Dimoni esbozó una sonrisa de oreja a oreja con sus labios negros. Definitivamente, era imposible que una máscara pudiera lograr ese efecto. 

—¿No te parece más extraño que conozca tu nombre? —le preguntó entre risas perversas. Sus dedos serpenteaban frente a su arrugado rostro de criatura de la noche—. Por favor, procura que no te dé un infarto ni nada de eso. Ya hemos enterrado a suficientes personas. 

Completamente desconcertado, Aitor se dejó caer hacia delante para estar todo lo cerca posible de aquella forma de vida singular. La somnolencia le había impedido distinguir realidad de ficción durante algunos instantes, pero ahora comenzaba a apreciar detalles que hablaban por sí solos. De todas formas, solo parecía haber una manera de poner fin a su incertidumbre. 

Así pues, agarró por los cabellos al Dimoni y tiró bruscamente de ellos. Lo hizo con tanta celeridad que el otro no fue capaz de apartarse, viéndose arrastrado por violentos empujones que trataban de retirarle de sopetón la máscara. Sin embargo, todo lo que logró fue provocarle un severo dolor manifestado en una serie de agónicos aullidos. Enseguida se encontró con las manos repletas de largos cabellos blancos, la piel de su cuero cabelludo torvamente estirada. En sus ojos enrojecidos se manifestaba el sufrimiento, del mismo modo que una molestia descomunal. 

En cuanto pudo, la criatura desconocida se zafó de Aitor y lo agarró por el cuello para empujarlo contra la pared. Sus largas y gélidas garras besaron su piel, tentadas de penetrarla para saborear su sangre. Sin embargo, acabó por dejarlo caer y sacudirse las manos mientras lo repasaba con ademán de insatisfacción. 

—Entiendo tu sorpresa, pero ¿era necesario ser tan bruto? —preguntó mientras chistaba con disgusto—. Sí, soy de verdad, ¿tan raro es? ¿Es que nunca has visto un Dimoni? 

Asustado, Aitor comenzó a tartamudear. Sus dientes entrechocando una y otra vez, se veía incapaz de pronunciar palabra. 

—Supongo que no. —El diablo blanco suspiró y terminó por ofrecerle la mano, aunque el humano no le correspondió—. Soy el Dimoni Albí, es un placer. Quizá tu abuelo te llegara a hablar de mí. 

Lo cierto era que su abuelo le había contado sendas historias sobre Dimonis, pero, a pesar del cariño que siempre le guardó, nunca llegó a prestarle demasiada atención cuando empezaba a delirar. 

Aunque, visto lo visto, quizá aquellas leyendas nunca hubieran sido cosa de la demencia senil. 

—Entiendo que tu silencio significa que estás uniendo cabos del pasado —siseó el Dimoni Albí, que, al contrario que el humano, no se callaba ni debajo del agua—. Conocí a tu abuelo hace muchos años, cuando tenía tu edad, en estas mismas fiestas. El día de Sant Antoni es el único en el que podemos salir sin ser descubiertos. 

Pero, sintiéndose más centrado, Aitor trató de hacerse el hombre y purgar cualquier terror de su interior. Después de todo, había crecido entre diablos, dragones y bestias de fuego viviente. ¿Cómo iba a darle miedo aquel histriónico hombrecillo cornudo? 

—¿Para qué has venido? —le preguntó, su voz un intento de parecer impávido. 

—Él me ha mandado hasta aquí —respondió el Dimoni Albí—. Quería asegurarse de que te va bien. 

Aquello alertó todas las defensas del joven, cuya mirada penetró hasta lo más hondo de la del diablo. En aquel momento dejó de verlo como lo que era, convirtiéndose para él en poco más que un medio para obtener lo que más deseaba. 

—¿Has visto a mi abuelo? ¿Está bien? —En cuanto se dio cuenta de lo irracional de aquella pregunta, Aitor se mordió el puño—. Eres un demonio del infierno. Por supuesto que no está bien. 

—El más allá no se reduce a cielo e infierno o buenos y malos, así que no temas por él. Está bien, dentro de todo lo bien que puede estar un muerto —le explicó el Dimoni, que gesticulaba con una velocidad sobrehumana—. Toma, me ha pedido que te traiga algo. —Al indagar entre los pliegues de su túnica, encontró una nota y se la tendió—. La curiosidad pudo conmigo y la abrí, por eso está tan arrugada, pero no te preocupes: luego recordé que no entiendo el alfabeto de los hombres. 

Al agarrar aquel papel resquebrajado entre las manos, Aitor no pudo evitar quedarse mirando de nuevo al demonio blanco. Aquel encuentro le resultaba tremendamente surrealista, pero pensar en su abuelo le daba sentido a todo lo que parecía carecer de ello. 

—Hay muchas cosas que necesito que me expliques —le dijo a la bestia. 

—Y, en mi caso, mucho palo mallorquín que me gustaría beber, pero la noche no durará eternamente y los abismos me reclaman —aseguró el Dimoni Albí, que recuperó el báculo y comenzó a caminar hacia atrás—. Sea lo que sea que tu abuelo quiere, asegúrate de cumplirlo. Así no volverá a incordiarme. 

—Cuida de él, por favor.

—Ahora es un espíritu, Aitor. No necesita que nadie lo cuide. 

—Entonces hazle saber que no lo olvidaré. 

—Eso ya lo sabe. Adiós, chico. Procura disfrutar de las fiestas. 

Y, cuando la figura del diablillo comenzó a tornarse borrosa, una inusitada sensación de somnolencia volvió a embargarlo. 

 

Extrañamente, Aitor despertó en su propia cama. No se imaginaba que aquel pícaro Dimoni Albí lo hubiera llevado en brazos hasta la misma (le resultaba una imagen bastante incómoda), pero ¿qué otra posibilidad había? 

De todas formas, tenía toda su atención puesta en aquella nota. Se encontraba en su escritorio, tendida y entreabierta, lista para ser leída. Una vez lo hizo, aquellas tres palabras selladas con tinta negra retumbaron en su cabeza: “Debajo del baúl”. Superado por la curiosidad, no tardó en subir por las escaleras y encaminarse hacia el desván. 

Una vez arriba, corrió hacia el cofre y se arrodilló. Ya había explorado el fondo, pues era exactamente ahí de donde había sacado el atuendo que todavía lucía y que alguna vez perteneció a su abuelo. Sin embargo, al revisarlo en profundidad y observar cada muesca se dio cuenta de que había un relieve extraño, como si el baúl albergara un secreto. No tardó en dar con un discreto pomo que, al torcerse, desveló lo que parecía una suerte de compartimento oculto. 

Y lo que allí dentro lo dejó con el corazón en un puño. 

Desde que se colocó el viejo traje de su abuelo, Aitor sintió que no le pertenecía. No estaba hecho a su medida, se le quedaba grande, y no solo en cuanto a proporciones. No había manera de que pudiera seguir un legado de tal magnitud, por lo que siempre se sentiría a su sombra. 

Pero, al sacar del cajón aquel nuevo atuendo, una sonrisa tiñó de ilusión su rostro. Era completamente blanco, con cuernos retorcidos y una sonrisa negra repleta de dientes desproporcionados. Sus ojos chisporroteaban energía salvaje, cosa que no atenuaba su fealdad. No ganaría un concurso de belleza, desde luego, pero esa era la intención: era, en su concepto demoniaco, un trabajo perfecto. 

Y fue así que, al sostener la máscara que habría de lucir de ahí en adelante durante cada noche de Sant Antoni, Aitor no pudo evitar estallar en una cascada de lágrimas. Danzaría entre las llamas serpenteantes, aullaría con la reverberación de cada bengala y jugaría con los niños que alguna vez habrían de seguir sus pasos. Era una promesa de sangre y fuego, solitaria de algún modo pero profundamente significativa, y no podía esperar a estrenar aquel regalo póstumo. 

Desde arriba o abajo, estuviera donde estuviese y en cualquiera de sus formas, podía contar con que su abuelo le estaría sonriendo.