Halcones de fuego

Autor: Susana Torres

-Relato ganador del segundo premio en el concurso de marzo 2023-

HALCONES DE FUEGO

Los aborígenes australianos, desde hace años, narran historias de pájaros capaces de encender fuego. Halcones que cogen ramitas humeantes o con pequeñas llamas y las llevan allí donde les interesa propagar el fuego. Halcones de fuego los llaman ellos.

 

En el pueblo le tenían miedo. En todo pueblo pequeño hay un loco o un tonto. Así llama la gente ignorante a quien es diferente. Lo diferente asusta, sobre todo en los pueblos. Desde pequeño Aiden había sido distinto. Su padre castigó su diferencia con crudeza durante toda su infancia. Los castigos y maltratos le acompañaron todos los días. Cuando otros niños disfrutaban de juegos y mimos, él sufría el desprecio y humillación. Era un niño rubio, de piel blanca y gestos delicados, sensible e inteligente. En un pueblo donde todos eran morenos y rudos, ese aspecto le marcó desde el principio. Le gustaban los libros, la música y mirar el fuego. En silencio, pasaba horas delante de la chimenea pensando, imaginando. Su fascinación por el fuego no mejoró la relación con su padre, ni con sus coetáneos que veían en sus formas y maneras a alguien extraño, pero si le permitió un punto de fuga a su castigada mente. Alguna vez había encendido un montón de leña y se había quedado mirando como ardía. En los pueblos pequeños todo se sabe, así que en seguida fue conocida también su afición. Aiden el loco, el pirómano, el rubio del fuego, los motes eran varios. En el colegio le atormentaban, por ser diferente era el blanco de todas las burlas.

Un día volvió a casa muy blanco. Con un olor desagradable y lleno de heridas. Su cara estaba llena de suciedad y lágrimas secas. Cerró la puerta y tras unos minutos de tenso silencio rompió a llorar. Su padre apareció desde el salón y al verlo se puso a reír. Le increpó y le llamó débil. Ni si quiera le preguntó qué había pasado. Por la noche decidió que era su deber endurecer su carácter y apareció en su cuarto correa en mano. La mente de Aiden se fue muy lejos, casi como si fuera un pájaro.

Al día siguiente, Aiden no fue a la escuela, se quedó en casa mirando el fuego con una sonrisa en la cara. Expulsaron durante una semana a los responsables con una recomendación de hacer un absurdo curso de empatía hacia los compañeros. Todavía se están riendo.

Esa noche, Aiden se fue a su cuarto, pero no se metió en la cama. El fuego crepitó con fuerza purificadora en su mente. La leña fue su casa. De su padre solo encontraron sus cenizas. Allí, delante de lo que fue el porche de entrada de la casa, lo encontraron al día siguiente, sonriendo y se lo llevaron detenido.

 

El abogado llegó por la mañana. Bajó del elegante coche negro y se encaminó hacia la casa. Había quedado a primera hora con la familia para leer las escrituras. Era un caso fácil. La disputa con el vecino por la propiedad de aquel terreno común quedaría resuelta al leerlas. Esperaba estar de vuelta en la ciudad por la tarde. No le gustaban los pueblos pequeños como aquel. Llamó al portal. Nadie salió a recibirle. Nadie le abrió. Qué extraño. ¿Se habría equivocado de número? Volvió a mirar las indicaciones que había anotado en su agenda. No se había equivocado, era la dirección correcta. Volvió a llamar. Esta vez de forma más insistente. Nada.

Llamó a la puerta de al lado. Abrió la puerta una mujer mayor, pero no del todo, sólo un poco, desconfiaba. -perdone, busco a la familia Martinez. He quedado con ellos y me han dado esta dirección, pero no hay nadie en casa. ¿Sabe dónde puedo localizarles? – preguntó. -Hace una semana que no los veo. Pero si quiere entramos, tengo llaves. – le contestó la mujer. El abogado estuvo tentado de rechazar la propuesta e irse, convencido de que lo que quería en realidad era cotillear dentro de la casa, pero no quería tener que volver otro día, así que al final decidió aceptar. 

Entraron. Lo primero que notó fue el hedor. Un olor insoportable emanaba del interior de la casa, un olor como a carne quemada. Avanzaron con cuidado y la escena que se   encontraron fue dantesca. Toda la familia estaba muerta. Los habían atado, asesinado y quemado. Al ver la escena salieron corriendo. El abogado vomitó nada más alcanzar la puerta. La mujer no, sólo torció el gesto, se notaba que había visto cosas mucho peores.

Esa noche no pudo dormir. Una y otra vez las escenas se repetían en su mente. La policía le dijo que no abandonara el pueblo en unos días, así que se instaló en un motel de carretera que había a las afueras. El colchón era malo y se le clavaban los muelles, aunque hubiera dormido mal de todas formas. Que muertes más terribles.

Por la mañana, como no podía abandonar el pueblo, decidió pasear por sus calles. Las gentes eran hoscas y le rehuían. Él era extranjero. En los pueblos, sobre todo las pequeñas aldeas aisladas, si te introduce alguien de allí, te acogen sin dudarlo, pero si vas solo, te cierran todas las puertas. Desconfían de los extraños.  Así que sólo había una cosa que podía hacer, entrar al bar.  Al entrar él, todos se callaron. Se acercó a la barra y pidió un café. Tras unos segundos en silencio y tras servirle el café, la gente siguió hablando. Cuando creía que podría relajarse un rato, el camarero se le acercó y le dijo: – Es mejor que se vaya. Hay cosas que es mejor que no se sepan. – desconcertado por las palabras del hombre, el abogado pagó y salió fuera. Pero este abogado pertenecía a ese tipo de gente que no le gusta que le veten un camino, por lo que en lugar de marcharse por donde había venido, decidió de momento volver a su hotel e investigar el asunto.

Al día siguiente, le despertó el silencio. El pesado y tenso silencio. Ningún ruido. Se levantó y aún en pijama, sin vestirse siquiera se asomó a la ventana. Miles de pájaros estaban posados en los árboles cercanos. Sin cantar. Sólo silencio. Todos miraban hacia él. Aturdido y espantado por la insólita escena se apartó de la ventana. Cuando se hubo duchado y vestido se volvió a asomar, pero los pájaros, ya no estaban. Más tarde, mientras leía un libro tranquilamente, le sobresaltó el sonido de sirenas, bomberos. Había habido otro incendio. Más fuego, más muertes.

Salió del motel y empezó a deambular por la calle. Buscaba un sitio donde desayunar o tal vez respuestas. A lo lejos los vio de nuevo. Volaban en bandada. A su lado pasó uno de ellos casi rozándole la cabeza. Era hermoso. Se paró en una barandilla a su lado. Su mirada era inteligente, casi humana y en su pico llevaba… ¿Una ramita humeante? Se echó a volar. Sin saber muy bien por qué, decidió seguirlo.

Los pájaros volaron hasta una casa, una vez allí empezaron a dar vueltas alrededor. Uno de ellos, que llevaba una ramita en el pico entró por la ventana, al salir, unos minutos más tarde, la casa empezó a arder. 

El abogado se quedó allí delante plantado sin moverse durante unos segundos. El espectáculo de las llamas era terrible y hermoso a la vez.  De golpe, despertó de su trance y se dio cuenta de la situación. Empezó a gritar y a pedir ayuda. Alguien debió oírle porque a los minutos un camión de bomberos llegó a la casa. Le apartaron y crearon una banda de seguridad. Y él se quedó allí, mirando las llamas, sin saber qué hacer.

Cuando el bombero salió de la casa, negó con la cabeza. Estaban muertos.

Se sintió culpable por la situación y se puso a sollozar. Quizá si hubiera llegado antes….  Un anciano que miraba desde una puerta de una casa, se le acercó, le puso una mano sobre los hombros y negando con la cabeza le dijo: – No es culpa suya amigo, tenía que pasar. Ya han pagado por lo que hicieron a Aiden. No se preocupe, ya no habrá más muertes.

Al día siguiente, en la prisión de Hyde Park, un recluso apareció muerto en su celda. En su cara se dibujaba una sonrisa. En su mano llevaba, agarrada fuerte, una ramita chamuscada.