In Nomine Nigris: Purificación

Autor: InChains Art

Título de la ilustración: protocolo carmesí.

-Ilustración y relato ganadores del primer premio en el concurso de marzo 2023-

IN NOMINE NIGRIS: PURIFICACIÓN

 

Josepp esquivó el garrazo por los pelos, tirándose al suelo. Rodó sobre el barro y se cubrió detrás de una barandilla de madera, la cual voló en cientos de astillas cuando las afiladas uñas de hueso húmedo destrozaron la estructura de un golpe. 

El monstruo rugió, atascado en el callejón, enfurecido al ver cómo su presa se escabullía como un ratón entre sus garras. Entre las fauces de su calavera, mezcla de cérvido y cánido; reverberó un sonido a la vez chirriante y gutural. Por suerte, la máscara que cubría la cabeza de Josepp protegió sus tímpanos de aquel golpe ensordecedor que hizo saltar en pedazos los vidrios de las ventanas de las casas adyacentes. Las esquirlas de cristal cayeron sobre su capa color vino y rebotaron contra las piezas rajadas de su armadura, o más bien, lo que quedaba de ella. No perdió el tiempo: agarró con fuerza los dos revólveres alquitécnicos entre sus manos y se levantó, echando a correr entre las estrechas callejuelas que olían a una mezcla de orina, animales de corral muertos y cadáveres en descomposición.

Mientras corría, Josepp alcanzó a escuchar claramente el llanto y los gritos de las familias asustadas que se escondían en las casas del pueblo. Al saber que el tánatos merodeaba cerca de un núcleo civilizado, el protocolo descartaba automáticamente la evacuación. La mejor solución era que los supervivientes se encerraran en sus casas y rezaran a los Tres para que los Lobos les libraran de la amenaza.

«Tranquilo. Piensa», se dijo. «Es un categoría tres. No tienes armamento para esto. Sólo puedes intentar ganar tiempo para que el resto de la brigada acabe con él. Eso es. Tiempo». Saltó varias cajas apiladas, esquivó unos barriles y terminó por apoyar el pie en una pared para impulsarse y encaramarse a una valla alta hecha con tablones. Una vez arriba, cometió el error de mirar atrás. El cuerpo alquitranoso del tánatos comenzó a deslizarse por el estrecho pasadizo. Avanzaba despacio, deformando la escasa estructura que los huesos ofrecían a su forma semi-líquida, deslizándose de forma desagradable. La calavera con afilados cuernos y colmillos era lo único que se mantenía estable, mirándole a través de esas cuencas en cuyo vacío flotaban dos diminutos y terroríficos puntos de luz, indiscutiblemente fijos en él.

Josep aterrizó detrás de los tablones, giró en una esquina haciendo que sus botas derraparan en el barro y se escondió debajo de un corral semiabierto. Las gallinas salieron corriendo.

Sólo tenía unos pocos segundos para recargar. Un movimiento que ya hacía sin pensar: se retiró la capa de la cadera y sacó un cargador en forma de tambor con ocho balas en cuyo interior brillaba un siniestro líquido verdoso y luminiscente. Primero abrió el revólver de la mano izquierda. Con un chasquido metálico sacó el tambor y lo cambió por el nuevo, haciéndolo girar con un repiqueteo metálico antes de cerrar el arma. Justo cuando se disponía a repetir el mismo proceso con el segundo, unas gotas alquitranosas cayeron desde el techo al suelo, emitiendo un hedor pútrido tan penetrante que atravesó los filtros de los respiraderos de su máscara.

Miró hacia arriba.

—¡Mierda!

Saltó hacia un lado justo a tiempo para evitar varias gotas del líquido negro. Por puro instinto se quitó la capa del cuello de un tirón y la tiró al suelo. Efectivamente, se había salpicado con el icor del tánatos, el cual había consumido las hebras al instante. De no haber reaccionado, éstas habrían terminado por atravesar también su armadura como un ácido imparable, alcanzando finalmente su piel. Ese podría haber sido su final: acabar maldito como tantos otros, contagiado por la maldición de la nigrosis. «Hoy no. Todavía no».

La madera del techo del corral rechinó, crujió y se vino abajo. Entre el polvo, la masa negra e informe del tánatos se esparció sobre el suelo, salpicó y se recompuso, atrayendo de nuevo hacia sí las gotas que habían saltado en todas direcciones. Los trozos sueltos de esqueleto se reconstruyeron, dándole de nuevo ese aspecto bestial y cadavérico. Rechinó los dientes afilados y clavó en él aquellas cuencas iluminadas por la mismísima muerte.

Josepp disparó una sola vez. La bala atravesó el cráneo astado dejando un agujero que se tragó la bala como si nada. Los restos verdosos del antisuero no tuvieron ningún efecto, como era de esperar en un categoría tres. La criatura siguió recomponiéndose lentamente, sin apartar la mirada de su presa.

—¡Tsk! —Josepp masculló entre dientes antes de echar a correr, y deslizarse por el suelo justo a tiempo de esquivar un esputo de líquido negro dirigido directo a su cabeza. Escuchó cómo éste se estrellaba contra la pared de madera en el preciso instante en el que apoyó la suela de la bota en la cerca para saltar por encima de ella con agilidad. Con otro rugido ensordecedor, el tánatos destrozó la precaria construcción del corral y salió galopando detrás de él.

«¡Mierda, ¿dónde demonios están los demás?!», maldijo sin aminorar el paso, corriendo por la calle principal del pueblo en dirección a la plaza. Al contrario que las medidas y ágiles zancadas de Josepp, el tánatos se movía de forma avasalladora y caótica: resbalaba con el barro, se estrellaba contra los muros de los edificios y se llevaba por delante todo cuanto encontraba, dejando un rastro de destrucción a su paso. Destrucción e infección, pues allá donde quedaba impregnado el viscoso líquido negro, éste empezaba a carcomer la superficie de lo que fuera que hubiera salpicado o manchado. Aquello le estaba dando ventaja a Josepp para escapar, pero sabía que no llevaba las de ganar en aquella pelea.

Al llegar al centro de la plaza, Josepp se escurrió detrás del pozo de piedra para recuperar el aliento, notando la garganta arder y el corazón rebotar en sus arterias desde el pecho hasta la cabeza. Recargó el segundo revólver, aunque sabía que no serviría de absolutamente nada. Desesperado miró alrededor, intentando discernir si alguno de sus compañeros de brigada estaba cerca o escondido, esperando el momento oportuno para salvarle. Pero no vio a nadie.

—Mierda… —Repitió por enésima vez en la misma noche.

El tánatos alcanzó la plaza. Clavó las garras en el empedrado lleno de barro para detener su carrera. Se agitó, gruñó y volvió a rugir, chirriando hasta el punto de provocar dentera.

Josepp apretó las mandíbulas e hizo girar los tambores de sus dos únicas esperanzas. «Tarde o temprano tenía que pasar». Los Lobos eran siempre los primeros en caer. Y él ya había durado demasiados años en activo. Hasta ahora había tenido más suerte que los demás, pero eso parecía haberse acabado.

Apoyó los pulgares en los martillos y apretó, cargando. Una ráfaga, quizá vaciar un cargador; podría ayudar. No lo destruiría pero lo cabrearía lo bastante como para que le siguiera en otra carrera desesperada. Quizá aún tuviera un último ápice de suerte y lograra hacerlo volver al bosque. Allí, seguramente, le alcanzaría en cuanto le fallara el aliento.

Si la suerte le duraba un poco más, lo destrozaría con sus garras y sólo dejaría vísceras esparcidas por los suelos y sus tripas clavadas en los troncos de los árboles; como había hecho con decenas de campesinos, cazadores y otros habitantes de la región.

Si no, lo peor que podía pasar era que lo mordiera y lo dejara medio muerto, a merced de la maldición. Si ésta no lo mataba, se convertiría en un monstruo igual que él, incapaz de mantener su forma o su consciencia, consumido en un ciclo de putrefacción interminable, movido sólo por el hambre voraz e insaciable de infectar cualquier forma de vida que se le cruzara por delante.

El tánatos volvió a gritar detrás de él, más agudo aún que antes, moviéndose en círculos por la plaza, buscándole. Los monstruos no veían bien. Así que se movían por una especie de olfato y, sobre todo, por el sonido. Sólo hacía falta un pequeño movimiento para que lo detectara, un leve roce de la bota contra el suelo, una respiración fuerte…

Josepp contuvo el aliento y alzó los dos cañones de las armas hacia arriba, tocándose la frente con ellos. Abrió los párpados para mirar al eclipse, brillando en medio de la noche, eclipsando todas las estrellas de su alrededor, excepto las de los Tres. «Padres de la creación, que sois uno y todo bajo el manto de la oscuridad. Primus, dame fuerzas para no desfallecer; Dimidium dame alas y empújame con tu viento; Tertia, apiádate de mi y acógeme en tu seno. Pues ésta es la última voluntad de vuestro soldado, que hoy sacrifica su existencia en la guerra santa contra el mal que nos acecha. In Nomine Nigris, lunae mortis et sancti solis».

—Amén —susurró.

Fue suficiente para que el tánatos girase la cabeza en su dirección. Un nuevo chirrido gutural. La criatura cogió impulso. Josepp resopló y dio un brinco hacia delante. El tánatos saltó hacia él, con las garras y las astas por delante. Con un grito desgarrado, vaciando todo el aire contenido en sus pulmones, Josepp disparó a discreción, descargando las balas en la cabeza y el cuerpo del ser. Volaron varios fragmentos de hueso, incluyendo parte de un cuerno, hasta el punto de casi reventarle la cabeza por completo.

Pero esos malditos ojos no se apagaban. Esas malditas luces seguían mirándole.

Josepp rodó de nuevo por el suelo, esquivando al monstruo una vez más. Notó que algo, probablemente unos de los cuernos, le desgarraba la hombrera y se la arrancaba con violencia. Aquello provocó que perdiera el equilibrio. Otra cosa, no supo el qué, le golpeó la cara. La máscara de lobo color carmesí rodó por el suelo, dejando su rostro al descubierto.

Cayó al suelo de espaldas. Tras el impacto sus manos soltaron las armas. En ese momento supo que era el final. El tánatos se recompuso de nuevo tras chocar  contra la entrada de otra casa, echando la puerta abajo. Josepp lo vio acercarse, reptando como una gigantesca alimaña, dos veces más grande que un caballo. Sin la protección de la máscara, el hedor de la criatura era tan intenso que su estómago se retorció, deseando vomitar incluso estando vacío. Fue incapaz de contener las arcadas.

La garra del tánatos se incrustó en el suelo, cerca de su cabeza. El monstruo estaba casi sobre él, con esos dos puntos de luz que eran sus ojos clavados en su persona. Entonces lo vio: el brillo rojizo y brillante, asomando entre el pecho borboteante y los fragmentos de esternón. «El núcleo». Josepp torció una mueca y masculló entre dientes. «De haberlo visto antes…».

El tánatos alzó una garra en el aire, dispuesto a desmembrarlo de un golpe. Josepp cerró los ojos y se cubrió la cara con los brazos, deseando que todo terminara rápido.

¡¡BANG!! ¡¡BANG!!

Dos disparos hicieron un eco atronador, seguidos de un fogonazo intenso. La criatura cayó de lado y gritó de nuevo, emitiendo un chirrido agónico. Josepp soltó de golpe el aire de los pulmones y se atrevió a abrir los ojos: el tánatos estaba ardiendo. Dos enormes agujeros se hundían en su cuerpo aceitoso, desprendiendo llamas que lo envolvieron por completo en cuestión de segundos. La criatura volvió a chocar contra las casas, dejando restos de aquel alquitrán, ahora envuelto en llamas que no tardaron en consumir también las estructuras de madera y paja. Con esa especie de gemidos fatasmagóricos, el tánatos se alejó de la plaza y el pueblo, chirriando de dolor, esparciendo llamas sobre todo lo que rozaba.

—¿Se puede saber qué haces ahí tirado?

Josepp alzó la cabeza. Desde lo alto del campanario de la iglesia, una figura vestida completamente de negro le hizo un gesto con la mano, antes de desaparecer por la escaleras.

Aliviado, Josepp fue incapaz de creer que hubiera tenido suerte una vez más. Temblando por el efecto de la adrenalina en sus venas, reptó por el suelo para recuperar sus armas y su máscara. La comprobó detenidamente para asegurarse de que no tenías restos de icor negro, tan sólo unos rasguños; antes de volver a ponérsela sobre la cabeza.

—¿Y tú se puede saber a qué estabas esperando? —Masculló Josepp cuando Negro salió por la puerta de la iglesia, dirigiéndose hacia él. En sus manos enguantadas portaba un enorme rifle tirador con doble cañón, cuya punta aún humeaba con cierta incandescencia.

Su capa negra y raída le cubría la cabeza con una capucha a la que le había hecho dos agujeros para que las orejas de su máscara de Lobo color negro pudieran sobresalir sin problema. Llevaba el filtro respirador a un lado del hocico, dejando el otro lado de su cara vacío para poder inclinarse sobre la mirilla del rifle al apuntar.

—Necesitaba un tiro limpio —respondió como si nada—. Ha sido inteligente por tu parte traerlo a una zona abierta, no podía dispararle entre los callejones.

—De nada —gruñó Josepp, desviando la mirada hacia las casas en llamas. De ellas ya empezaban a salir corriendo las familias, chillando y llorando. La máscara carmesí ocultó su gesto de angustia—. ¿Munición incendiaria?

—No tenía más remedio. Es lo único que hace daño a los categoría tres. Te la recomiendo.

—Muy gracioso —masculló de nuevo—. ¿Será suficiente para destruirlo?

—Negativo. No he alcanzado el núcleo.

Negro habló con fastidio. Josepp mejor que nadie sabía lo mucho que le dolía errar un tiro.

—Aún así me has salvado la vida.

—Sí. Un efecto colateral por fallar mi objetivo.

Josepp puso los ojos en blanco. No tenía ganas de para discutir.

—¿Te ha contaminado? —Preguntó Negro.

—Creo que no.

Sin pedir permiso, Lobo Negro agarró a Josepp por el hombro y lo obligó a girar sobre sí mismo un par de veces para comprobar su estado. Mientras tanto, Josepp miró en silencio cómo la gente del pueblo empezaba a salir tímidamente de sus casas y algunos comenzaban a intentar apagar el fuego esparcido por el tánatos.

—¿No los detenemos? —Inquirió—. Si se infectan, podrían…

—Ya están infectados —le cortó Negro con voz gélida. Acto seguido señaló el pozo con la barbilla—. Cuervo Esmeralda ha hecho sus análisis. Las aguas del manantial están contaminadas. Dentro de poco este lugar será un campo de cadáveres. Eso, si tienen la suerte de que no se transforme otro.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Cumplir el protocolo.

Josepp separó los labios y abrió los ojos, incrédulo.

—¿Sin examinarlos? —Negó con la cabeza—. Pero eso es…

—Pareces estar limpio, pero no te confíes. Cuando termines de purificar la zona, ve a que el Cuervo te revise a fondo. —Negro siguió hablando sin prestar atención a sus palabras, como si tuviera prisa—. ¿Te quedan balas?

—Sí.

—Ten piedad y úsalas con las mujeres y los niños primero. Con el resto…

Lobo Negro se aproximó a un puesto en llamas y se agachó para coger uno de los tablones prendidos. Se lo ofreció a Josepp, clavando en él la mirada de sus ojos color ámbar a través de los ojos de sus máscara negra.

Josepp dio un paso atrás.

—Es una orden, Lobo Carmesí —imperó Negro con voz grave—. No seas necio, o tendré que dispararte. Y a mi no me sobra la munición.

Bajo la máscara, Josepp lo miró con rabia. En sus manos apretó las empuñaduras de sus pistolas descargadas.

—¿Y qué hay de ti?

—Mis órdenes son eliminar la amenaza del tánatos, y aún no he cumplido.

—El protocolo de purificación tiene prioridad. Lo sabes.

—Creo que puedo permitirme dejarlo en tus capaces manos —terció Negro, aún sosteniendo el tablón prendido entre los dos, como si fuera una antorcha—. A no ser que prefieras que deje que ese demonio huya hacia los pueblos de las montañas y siga causando estragos.

Josepp, quien había abierto la boca para replicar, frenó de golpe. «¿Las montañas?»

—Cuervo Índigo está ahora en las montañas —murmuró en voz alta, sin pensar.

Una profunda preocupación estrujó sus entrañas con saña.

—¿Estás seguro? —Tragó saliva.

—Buscará el frío y la oscuridad de las tormentas para regenerarse. Irá donde menos brille el sol. —Negro habló con seguridad—. No me sobra el tiempo, Carmesí. ¿Vas a hacer tu maldito trabajo o vas a seguir perdiendo el tiempo?

Tras unos segundos de tenso silencio, Josepp resopló bajo la máscara y agarró el tablón prendido con rabia. Lobo Negro no perdió ni un segundo: se ajustó el rifle a la espalda y salió corriendo detrás del rastro del tánatos, rumbo norte.

Tal y como había dicho Negro: Josepp usó las balas que le quedaban para matar a las mujeres y los niños del pueblo. De un tiro en la cabeza: rápido e indoloro; era lo más piadoso que podía hacer por aquellos pobres desdichados. Cuando se le acabaron las balas, recurrió a los cuchillos. Fue absurdamente fácil: todo el mundo pensaba que el Lobo Carmesí venía a salvarles, no a asesinarles. Los pocos que intentaron huir sólo lograron retrasar lo inevitable.

El incendio no tardó en esparcirse por todo el pueblo, alimentado por el propio Carmesí, quien se aseguró de que no fuera a quedar del lugar más que sombras y ceniza.

Antes de volver al campamento, desde lo alto de la colina en la que se extendían los campos de cultivo arrasados por el fuego de las purgas; Josepp volvió la vista atrás una última vez. Con tristeza observó el fuego y el humo elevándose en la oscuridad y murmuró una última oración:

—Padres de la creación, que sois uno y todo bajo el manto de la oscuridad. Primus, dame fuerzas para no desfallecer; Dimidium dame alas y empújame con tu viento; Tertia, apiádate de tus hijos y acógelos en tu seno. Pues ésta es la última voluntad de vuestros vástagos, que hoy sacrifican su existencia en la guerra santa contra el mal que nos acecha.

Josepp se santiguó, haciendo la señal del triángulo tocándose los hombros y la frente con la mano.

—In Nomine Nigris, lunae mortis et sancti solis. Amén.