Saga la rosa negra I

Autora: María G. Chova

Capítulo uno: Pacto oscuro.

 

Anglesey, Gales. 1960. 

 

La noche caía sobre la zona portuaria sin luz alguna que ofreciese un ápice de iluminación. Ni las estrellas ni la luna osaron asomarse en aquellas horas de amarga nocturnidad, pincelando la desdicha y el miedo en los corazones de los transeúntes que tenían como hogar las embarradas calles o volvían tarde a casa tras una dura jornada de trabajo. 

Unas pocas gotas de lluvia chapotearon en el lodo a medianoche, siendo las únicas que lograron romper el intranquilo silencio del puerto antes de que el fuerte viento invernal comenzase a soplar; acallando todo posible sonido proveniente de las tabernas o las peleas callejeras que más tarde ofrecerían una triste visión del lugar y obligando a las demás personas a encerrarse en sus casas. Un viento huracanado que retaba al más valiente de los hombres a salir.

No obstante, alguien lo hizo. La menuda figura de una joven mujer, arropada con una gruesa manta sobre el largo camisón blanco de puños fruncidos y cuello alto que se debatía entre el fuerte viento, el frío y el barro con desesperación. Lloraba desconsolada y clamaba ayuda a gritos. 

–¡Por favor, que alguien me escuche! –gritó. Intentando hacerse escuchar por encima de los rugidos del temporal, el cual empeoraba a cada minuto– ¡Necesito un médico! 

Dio varios pasos más sin éxito alguno. Y es que, la desesperación no le permitió ver que nadie le tendería una mano salvadora por miedo, desconfianza o simplemente creyendo que se encontraría mentalmente inestable o ebria. 

Agotada, se apoyó en una pared para recobrar el aliento. Resollaba con la boca seca y los labios agrietados por el frío mientras se apartaba el desmadejado cabello castaño con esfuerzo y sin resultados. Su mente le mostró una versión rápida de su situación: estaba sola, helada y a medio vestir por salvar la vida de su marido de una muerte segura, ¿es que no iba a hallar una salida? 

Volvió a sentir una punzada de fe al ver una silueta envuelta en sombras andando hacia ella. Se trataba de un desconocido que podría hacerle daño; pero, al fin y al cabo, su única opción. 

–¡Por favor, señor! –alzó la voz e intentó andar sobre el barro, resbalando y cayendo de rodillas. Aun así, alzó la mirada y suplicó ayuda– ¡Ayúdeme, por el amor de Dios! 

El desconocido se acercó lo suficiente para que ella sintiese un escalofrío al verle el rostro, sereno además de hermoso, pero diabólico a la vez. Sin embargo, ella no se amilanó. Dejándose ayudar cuando él le tendió una mano para que se levantase. 

–Se lo suplico. Mi marido… –sollozó–. Ayúdeme. 

Él asintió y con un brazo le rodeó los hombros, guiándola hacia un callejón donde quedarían resguardados del aire y la humedad. 

–Cálmese –atajó con voz serena y suave, aunque autoritaria– y cuénteme qué le ocurre, señora… 

–Adley –murmuró ella–, Clarisse Adley. 

–Señora Adley. 

Intentando calmar sus miedos y acallando a su alarmado subconsciente, Clarisse respiró hondo y habló todo lo claro que le pudo permitir su trémula voz. 

–Busco un médico que pueda acudir a casa. Mi marido está gravemente enfermo y si no le atienden morirá de tuberculosis. Por favor, ayúdeme a encontrar uno antes de que le dé otro acceso de tos tan fuerte capaz de acabar con su vida.

El desconocido colocó una de sus heladas manos bajo el mentón de Clarisse y respondió con voz neutral. 

–Su marido fallecerá de igual manera. 

–¡No! ¡Él no puede…! –intentó apartarse, pero el hombre la asió con fuerza por los hombros. 

–¡Escúcheme, señora Adley! ¡Lo que tiene que hacer es alejarse antes de contraerla o seguirá sus pasos! 

Tras esto, el desconocido hizo ademán de marcharse. No obstante, Clarisse estaba demasiado desesperada para pensar con claridad en lo que decía. Y aceptaba. 

–¡Espere! –exclamó– Haré lo que sea, lo que me pida. Pero al menos intente ayudarme –y acto seguido murmuró–. Sería capaz de venderle mi alma al mismísimo demonio por salvarle. 

Él ladeó la cabeza y se mantuvo en silencio unos segundos que a ella se le antojaron eternos, hasta que asintió. 

–Hay algo que puedo hacer por él. Sepa que clama al mismo infierno si acepta y sus consecuencias pueden ser fatales. 

Clarisse no dudó, estaba decidida a seguir adelante. 

–Acepto. 

Con una sonrisa torcida de manera sardónica, el desconocido asintió y le dio la espalda; desapareciendo casi al instante entre la oscuridad. Quedando solamente su lejana y sedosa voz. 

–Yo mismo la encontraré, esté donde esté. Tan solo pronuncie mi nombre. 

La mujer se halló envuelta entre escalofríos, preguntándose cuál sería. Para su sobresalto, el perfil del hombre se dibujó entre las sombras, tan blanco como la muerte misma. Clarisse sintió que se congelaba de puro terror al captar aquel susurro que respondería a sus pensamientos. 

<<Vikus>>

Tras esto se encontró completamente sola en el callejón. Le asaltó el miedo y echó a correr como alma que perseguían los demonios que había mentado. Tan sólo escuchaba el rugir del viento que revolvía sus castaños cabellos y los bordes de la raída manta que cubría su cuerpo. No miró atrás en ningún momento hasta llegar a su hogar.

Se detuvo frente a la entrada, jadeando tanto por la falta de aire en sus pulmones como por los impulsos que se desataban en todas sus terminaciones nerviosas. Tanteando la alfombrilla del suelo, no se relajó hasta encontrar la llave, introducirla entre temblores en su cerradura e internarse en la casa. Al cerrar la puerta apoyó todo el peso de su cuerpo en ella, dejando caer al suelo tanto la manta como la llave. 

Clarisse estaba empapada por la humedad y su mente continuaba ocupada por Theodor, su esposo; quien perdía vitalidad con cada exhalación. 

Entre débiles pasos, subió por las escaleras de madera que chirriaban a cada pisada y se dirigió hacia la habitación que ambos compartían. El estrecho y corto pasillo se le hizo tan eterno como la esperada salvación que deseaba para su dulce y amado Theodor. 

La esperanza se desvaneció al arrodillarse en un lado del lecho y contemplar que él ya no poseía semejanza alguna con el apuesto hombre de cabellos caoba y ojos color océano que tan rápido se había ganado su corazón y que poseía la energía suficiente para atender a los niños con sus juegos y cuentos al volver del trabajo. Ahora se asemejaba a un cadáver de ropa harapienta que tosía y vomitaba sangre de manera violenta, una figura ajada que hacía semanas la observaba desde aquellas cuencas hundidas sin poder apenas abrir sus acuosos ojos por la fatiga. 

–Cariño, ya he vuelto –murmuró ella con suavidad. 

Clarisse le tomó las manos, sujetándolas entre las suyas y oró rogando a Dios un milagro; uno del que jamás imaginó tan infernal resultado. 

A media oración sintió los espasmos que sufría su esposo. Él se sumía entre convulsiones al mismo tiempo que la vida restante se le agotaba. Sin duda, la enfermedad estaba siendo implacable.

–¡Theodor! 

La mujer no pudo retener las lágrimas. Deshaciéndose en llanto una vez el cuerpo moribundo se relajó, amenazando con expirar el último hálito de vida sin remedio alguno. Apenas un instante después, Theodor comenzó a sentir la poderosa mano de la muerte sobre él y ella lo advirtió con terror. 

–¡No puedes morir! ¡Tus hijos y yo te necesitamos, te queremos! 

Como si aquel gesto pudiese detener la inminente desgracia, Clarisse abrazó el cuerpo de su esposo sin pensar en un posible contagio. De pronto, le pareció escuchar una vocecilla en su cabeza. No sabía si atender o no su consejo, pero ésta no cejaba en su empeño por convencerla. Dudando, murmuró lo que se esperaba de ella, aunque la propia mujer desconociese este hecho. 

–Vikus, por favor; ayúdenos.  

Inmediatamente a la pronunciación de aquellas palabras, las contraventanas de madera que daban a un pequeño balcón se abrieron violentamente con una potente ráfaga de aire que conmocionó de la impresión durante unos segundos a Clarisse. 

Su mente no pudo continuar con coherencia al contemplar una imponente figura caminando con calma en su misma dirección. ¿Cómo había subido hasta allí? ¿Por dónde había entrado? ¿El balcón estaba abierto? 

Una sola palabra reverberaba en su subconsciente: imposible. 

Vikus avanzó con el rostro pétreo y pálido hacia ella, tan hermoso como aterrador. Iba envuelto en una capa de terciopelo negro y Clarisse pudo ver que sus cabellos eran del mismo color una vez hubo retirado la capucha con un simple gesto.  

–Me ha llamado –dijo a modo de afirmación. 

Clarisse se dio cuenta por primera vez de que se hallaba sentada en el suelo con la espalda pegada a la pared y las piernas ligeramente flexionadas por la caída. Asintió brevemente y observó la mano tendida que Vikus le ofrecía para ayudarla a levantarse. Cuando accedió a estrecharla comprobó que estaba tan fría y dura como el mármol. El terror volvió a sacudir sus entrañas mientras aquellos iris azul ultramar las escrutaban minuciosamente. 

–No habrá vuelta atrás. 

El penúltimo jadeo escapó de entre los labios de Theodor y Clarisse volvió bruscamente a la cruda realidad. No disponía de tiempo para siquiera afligirse o darse la oportunidad de mostrar su faceta sensata. 

–La condición es serme leal, ambos deberán serlo. De lo contrario… –la mirada de Vikus demostró que su amenaza no iba dirigida en vano. 

Las piernas de ella flaquearon y cayó nuevamente de rodillas al suelo al tiempo que se cubría el rostro con ambas manos, los brazos se movieron en múltiples espasmos a causa de los sollozos. Vikus ignoró su estado y como una exhalación acortó el espacio entre el moribundo Theodor y él, ocultando durante una milésima de segundo la escena. 

Vikus sujetó entre sus brazos el enjuto y maltrecho cuerpo, colocando una mano bajo la base del cráneo y la otra sobre su abdomen para retenerle durante el instante de dolor. Sin darle un respiro más, el vampiro mostró dos afilados colmillos marfil que clavó directamente en la arteria carótida; sorbiendo lentamente la sangre de su víctima. 

Los ojos de Clarisse se mantuvieron abiertos de puro pánico, las lágrimas se habían secado sobre sus mejillas y el valor reconfortante de salvar a su esposo desaparecía por momentos. Comprobó como la piel de su amado palidecía todavía más bajo las manos de Vikus y que dejaba de respirar; le recordó a como actuaba una sanguijuela. 

Dejando tan sólo una nimiedad de vida en sus venas, Vikus se incorporó, pasando la lengua suavemente por sus dientes y comisuras, retirando cualquier resto de sangre. Acto seguido habló con un timbre de voz satisfecho, saciado. 

–Con el intercambio, el señor Adley se recuperará completamente –tras este comentario, dobló un par de veces la manga izquierda de su camisa y se clavó a sí mismo la punta de sus colmillos en las venas de la muñeca, haciéndose tan sólo una leve herida de la que apenas brotaron unas gotas carmín. 

Vikus acercó la muñeca a la boca de Theodor y ordenó con suavidad: 

–Tómala. 

Como si de un viejo muñeco autómata se tratase, el aludido se incorporó, quedando sentado en la cama y cogiendo entre sus manos lo que Vikus le ofrecía. Theodor probó la sangre del vampiro como si degustase el más exquisito de los vinos, demostrando suma adoración e ignorando el quejido de angustia de Clarisse. No había marcha atrás. 

–Basta –se limitó a decir Vikus. 

Theodor se alejó y cayó en la cama, donde comenzó a sufrir violentas convulsiones. Clarisse ahogó un gemido y con movimientos bruscos se levantó para socorrerle.  –¡Theodor! –gritó, intentando zafarse de los poderosos brazos del vampiro, los cuales la mantenían firmemente sujeta– ¡Suélteme! 

Vikus ignoró la petición y Clarisse dejó de luchar por el agotamiento que éste le había producido, sumado a la falta de sueño y apetito. Como si se tratase de un mágico influjo, la voz aterciopelada que escondía una clara orden la tranquilizó de un modo irracional. 

–Cálmese, lo único que sucede es que su organismo está cambiando. 

Los ojos verdes de la mujer le observaron intentando hallar una explicación obvia a esas palabras. Clarisse dejó de estudiar el bello rostro de Vikus para girar lentamente la cabeza hacia el lecho que ocupaba Theodor; sintiéndose mareada durante un segundo. El hecho de que Vikus sujetase aún su cintura evitó que se desplomase. 

Lo primero que pensó ella fue que su sano juicio le fallaba, que la mente engañaba vilmente a sus sentidos. Boqueó un par de veces y analizó lo que sus ojos le ofrecían. 

Por arte de magia infernal, los cabellos caoba oscuro de Theodor se volvían sedosos y las ondulaciones finales de las puntas parecían recién cepilladas. La piel, aunque más pálida de lo natural, poseía de nuevo la semejanza sana de antaño y las facciones resultaron más atractivas de lo que Clarisse recordaba. 

Theodor abrió los rasgados ojos, mostrando unos iris tonalidad océano que inmediatamente se quedaron clavados en ella una vez se incorporó con increíble naturalidad. Sus labios, perfectamente delineados dejaron escapar una voz aterciopelada que devolvió a Clarisse a una terrorífica realidad que desconocía por el momento. 

–Amor mío. Estoy bien. 

Vikus soltó con suavidad a Clarisse sin que ella se percatase hasta que la voz de la razón resonó en su cabeza: Theodor había sobrevivido. 

Fugaz, la mujer corrió a abrazarle, rodeando el cuello de él con ambos brazos y hundiendo su rostro en la cabellera oscura. El impacto de verle sano y salvo la despistó del hecho de comprobar que su piel marfileña era ahora fría y dura como la del otro hombre. Él le devolvió el abrazo mientras su mirada se fijaba en Vikus con extrañeza. 

–Ahora perteneces a mi mundo. Las reglas son básicas, pero estrictas: mantener a salvo el clan, no traicionarlo y sobre todo no hacer ningún movimiento sin consultármelo. Todas y cada una de ellas bajo castigo e incluso pena de muerte. 

Vikus se dio la vuelta para marcharse, no sin antes indicarle con un gesto de mano a su pupilo que le siguiese. 

–Te mostraré lo que debes saber –y apostilló–. Tan sólo una vez. 

Dirigió una mirada gélida a Clarisse que le hizo retroceder un paso. 

–Volveremos antes del amanecer. 

Como una exhalación, Vikus desapareció de igual forma que se había materializado en la pequeña habitación. Theodor clavó sus pupilas en Clarisse y le besó la frente. 

–Volveré pronto, cariño. 

Tras esto, la mujer se halló sola en la habitación. Algo en su interior clamaba ser escuchado; sin embargo, ella tan sólo sentía lo que sus ojos le transmitían, que Theodor había vuelto de entre los muertos para estar a su lado. Debía estar agradecida y dichosa por ello. 

Entonces, ¿por qué en el fondo de su alma la duda le asaltaba?