Terrorífica Navidad I

ÍNDICE

 

Lady Christmas – Arya Flint

 

Abogados y contables – Mario Durán

 

El duende negro – Dalia Ferry

 

Eterna celebración – Max Silverstone

 

Bendita Comunidad – Patricia Richmond

 

Villancicos en la sangre – Eduardo Iriarte Gahete

 

Milagro navideño – Yolanda Fernández Benito

Lady Christmas

por Arya Flint

   Un tintineo de cascabeles me despierta. En la penumbra veo a Santa Claus guiñándome el ojo: yo he hecho mi parte del trato, así que él ha cumplido la suya. Mi regalo debe de estar esperándome abajo, junto al árbol. Quiero darle las gracias, pero antes de que pueda abrir la boca, el anciano desaparece. 

Todo empezó hace un año. La noche del 25 de diciembre yo estaba muy triste: no había conseguido la muñeca que todas mis compañeras tenían. Mis padres nunca me han instado a creer en Santa Claus. Recibo regalos, sí, pero sabiendo que son ellos los que me los hacen. Yo solo quería a Lady Christmas, el juguete que rompía récords de ventas cada año, ya que solo estaba disponible durante la navidad. Era el tercer año que tenía a aquella muñeca en mi lista y el tercer año que me quedaba sin ella. Mi amiga Jazelle sí que la había recibido y yo no podía evitar sentirme un poco celosa ¿Es que nunca podía tener nada de lo que quería? Aquella noche me fui llorando a la cama y fue entonces cuando lo vi: un anciano de brillantes ojos azules y barba espesa, vestido de rojo y blanco. Estaba sentado en la silla de mi escritorio, mirándome con una mezcla de preocupación y compasión. Supe quién era, aunque nunca había creído en él. Aquel hombre era Santa Claus, justo como lo había visto en los anuncios de la tele y las revistas, muy parecido a los imitadores del centro comercial. Hablamos durante lo que parecieron horas e hicimos un pacto. Si cumplía la misión que me había encomendado, en las siguientes navidades tendría mi muñeca. 

Es curioso que, justo cuando todos mis compañeros dejan de creer en Santa Claus, yo descubra que existe. Pero no trabaja solamente en navidad, y los elfos que le ayudan no son criaturas de fantasía, sino niños y niñas. Yo conozco a una de ellas. Incluso podría decirse que yo misma soy una de esas ayudantes del hombre que en estas fiestas es conocido como Santa Claus, pero que durante el resto del año ostenta la identidad de Hombre del Saco. Esa historia también está equivocada: no es un ser malvado, solo se encarga de que, en navidad, los niños puedan tener los mejores regalos. A veces esto tiene un precio, pero cuando de verdad deseas algo, él te da la oportunidad de pagarlo. Yo lo he hecho. Y es el momento de obtener mi recompensa. 

Escucho a mamá y papá caminar por la casa. Me levanto sin hacer ruido y les escucho hablar en voz baja. Mamá dice que espera que mis regalos me compensen por estos meses tan duros: “Perder a una amiga a una edad tan temprana puede ser devastador”, susurra. Papá le da la razón con un suspiro: “Pobre Jazelle. Dennis me ha contado que la policía cada vez destina menos recursos a buscarla. Han pasado seis meses, no quedan muchas esperanzas”.  Siempre evitan hablar de ella en mi presencia, lo cual yo agradezco secretamente. Sé más que ellos, pero no puedo explicárselo, no lo entenderían. Solo será un año. Seguro que para la próxima navidad Jazelle ya no tendrá que trabajar para Santa Claus y podrá volver a casa. De todas maneras, no me gusta escucharles hablar de ella, así que bajo corriendo las escaleras para hacerme notar. Ellos me abrazan y vamos juntos al salón. 

Es el regalo más grande de todos, envuelto con un papel de color rojo brillante con cientos de copos de nieve estampados. El lazo es blanco, de terciopelo muy suave. Me abalanzo sobre él y lo abro apresuradamente. Es ella: al fin tengo una Lady Christmas. Me sonríe desde su caja transparente. Me sonríe de verdad. Me recorre un escalofrío mientras la saco de la caja. Tiene sus ojos. Intento borrar a toda prisa ese pensamiento, pero, al abrazar a la muñeca y notar los latidos de un corazón en su interior, comprendo que he cometido un gran error.

Abogados y contables

por Mario Durán

   La mujer vestida de azul camina por un camino empedrado entre varios montículos de nieve. Se acerca a una puerta gruesa, de madera oscura, que parece encajada en la pared de la casa. Con un chirrido, se abre hacia afuera mientras se escapa, desbocada, una ola de calor que invita a traspasar el umbral. La música lucha con el olor a alegría por cruzar la puerta. La mujer sonríe, entra, deja el abrigo sobre un montón de otras chaquetas y cierra el portón.

Recorre un largo y alfombrado pasillo hasta llegar a una sala. Hombres y mujeres se giran al llegar ella y se acercan a recibirla.

—¡Qué bien que hayas podido venir, mi querida Rosa! Esto no sería lo mismo sin ti —dice una mujer con un vestido rojo, mientras le aprieta el brazo.

—Muchas gracias por invitarme, Obdulia.

—¡No hay de qué! Sabes que te apreciamos.

—Has sido muy amable conmigo en la oficina desde que me incorporé y pasar la Navidad sola en casa, en una ciudad nueva, es un poco triste —dice Rosa. Se rasca el brazo mientras mira al resto, que han vuelto a sus charlas.

—¿Cómo no quererte? También ha venido Lisa hace un rato. Ahora está ocupada, pero saldrá para el primer plato.

—¿Lisa? Pero ella es de contabilidad, como yo.

—¿Acaso los abogados solo podemos relacionarnos entre nosotros? —Obdulia se ríe con una boca llena de dientes y unos ojos chispeantes.

De pronto, un grito resuena por la casa. Rosa se gira hacia una puerta cerrada al fondo de la habitación.

—¿Qué ha sido eso?

—Los niños están enseñándole a Lisa su nuevo sistema de sonido, ¡es espectacular!

—¡Menos mal! Sonaba escalofriante —dice Rosa, con un suspiro.

—Por cierto, querida, ¿seguiste mi consejo? ¿Estás tomando la dieta antitoxinas que te recomendé?

—¡Claro! Me está gustando mucho. ¿De qué conoces a Lisa?

—Mi marido estuvo hablando con ella hace unos días y la vio simpática y sana. Una gran chica, también le recomendé la dieta.

Varias personas preparan una mesa con platos grandes y cubiertos afilados que reflejan la luz de la enorme araña de cristal. En el centro, un trinche y un cuchillo de trinchar enormes escoltan una bandeja decorada con cerezas.

—Parece que ya es la hora de cenar. Ven, siéntate conmigo —propone Obdulia, mientras se aproximan a la mesa.

—¿Y Lisa? Creo que ya han llegado los niños… —pregunta Rosa. Mira en todas direcciones y se sienta cuando es la única que queda en pie.

—Lisa es una gran persona, ¿sabes que es donante de órganos? Tiene un corazón que no le cabe en el pecho.

 En ese momento aparece el cocinero con un costillar. Lo deposita sobre la bandeja y empieza a repartir trozos entre los comensales.

—¿Te gusta, querida? —pregunta Obdulia entre bocado y bocado.

—¡Está riquísimo! Jamás había probado algo así —dice Rosa.

—Me alegro de que lo disfrutes. Mira, ahí vienen los críos, ¡les encantan esos altavoces! Te llevarán ahora junto a Lisa.

—¿Ahora?

—No te preocupes, querida, llegarás justo para el segundo plato.

 

El duende negro

por Dalia Ferry

—Mama, te digo que he visto al duende negro debajo del árbol.

—Daniel ¿te quieres dejar de decir tonterías? No existen los duendes negros, ni las brujas, ni las hadas ni tampoco los hombres lobos.

—Si que existen yo lo he visto justo ahora, está ahí debajo escondido entre los regalos ¿es que no lo ves?

—Lo único que veo son regalos, luces y muchos adornos, así que déjame en paz de una vez que tengo que poner el pavo en el horno para la cena de esta noche.

Mientras su madre salía del salón para ir a la cocina, Daniel se quedó mirando fijamente hacía aquel montón de regalos donde según él se encontraba escondido el duende negro.

—¿Será posible con este niño? ¿Duendes? es que vamos no se le puede ocurrir otra cosa mejor, duendes y encima negros — Cristina comentaba en voz alta la conducta de su hijo mientras metía en el horno el pavo relleno para la cena. Nada más terminar de hacerlo escuchó como le sonaba el móvil. Al mirar el número de la pantalla vio que era el de su hermana que vivía dos calles más abajo.

—Elena, ya sé porque me llamas, tranquila no me he olvidado de meter el pavo en el horno. —Cristina, ¿es que aún no te has enterado?

—Enterado ¿de qué? No me digas que le toco la lotería a alguien del pueblo y yo sin enterarme.

—No que va hermana, algo horrible ha pasado hoy por la mañana.

—¿El qué? Habla ya de una vez y deja de asustarme.

—Han desaparecido todos los niños del pueblo, sus madres han ido a despertarlos y no estaban en sus camas. Estamos todos en la plaza reunidos buscando por todas partes. ¿Daniel está hay contigo?

—Sí está en el salón, aunque hoy se ha levantado viendo visiones.

—¿Qué visiones? —preguntó su hermana intrigada ante la pasibilidad de Cristina.

—Un duende negro, ¿te imaginas el niño este?

—¿Dónde vio ese duende?

—Entre los regalos del árbol de navidad ¿te lo puedes creer, un duende negro?

—Hermana el duende negro fue lo último que vieron los niños antes de desaparecer, ve al salón y saca a Daniel de ahí antes de que sea tarde.

Nada más escuchar eso Cristina soltó el móvil y, tras caer al suelo, salió corriendo de la cocina para ir a buscar a su pequeño hijo al salón.

Cuando llegó allí su corazón se detuvo ante aquella imagen que su mente no olvidaría jamás. Su hijo estaba sentado en el suelo justo debajo del árbol, no llevaba puesto su pijama de navidad si no un mono negro que le cubría todo el cuerpo. Sobre su cabeza también había un gorro negro, pero lo más que le impacto fue que su hijo la miraba con furia, con unos ojos tan negros como la noche, que no dejaban paso ni un soplo de vida en él.

Iba a empezar a gritar, pero lo que fuera aquello fue más rápido y se abalanzó sobre ella; dejando un hilo de silencio sepulcral en la casa de Cristina, mientras en la cocina el móvil no dejaba de sonar.

Mientras esto sucedía en la casa de Cristina en la plaza del pueblo la cosa no pintaba mejor.

Gritos, lamentos y llantos era lo único que se escuchaba de los padres, que asustados continuaban buscando a sus hijos por todo el pueblo.

Tantas horas pasaron allí que ni cuenta se dieron cuando la noche profunda cayó sobre ellos y dejó un halo de oscuridad a su alrededor, solo alterada por espacios por las luces de navidad. Mientras el resto del mundo cenaba en familia ellos estaban allí como perros enjaulados buscando a sus hijos.

Era casi media noche cuando una manada de monos negros infernales de reducido tamaño terminó por acorralarlos a todos en la plaza. Su jefe era un duende negro con sonrisa demoníaca y ojos como la sangre. Todos gritaban sin parar, pero era inútil porque nadie los iba a escuchar

En cuestión de segundos la plaza blanca se tiño de sangre fresca.Espero tenga esto en cuenta cuando su hijo encuentre un duende negro debajo del árbol …

 

Eterna celebración

por Max Silverstone

La nieve comenzó a caer durante la noche del veinticuatro y el día de Navidad, Belinda se despertó pronto y entró en la cocina en el preciso instante que Elisa, su abuela, repartía las tortitas en un par de platos.

La joven sonrió, además de Nochevieja, aquel día también era su cumpleaños. 

Elisa sabía muy bien lo importantes que eran los dieciocho para la joven. Se preparaba para el acceso a la universidad, iría a celebrar el final del año con sus amigos y quizás recibiría su primer beso; sí, su preciosa Belinda le había contado a su abuela que había conocido aquel curso a una persona muy especial y que le gustaba muchísimo.

¡Qué hermoso, su niña enamorada!

—Buenos días, abu —saludó la muchacha con una sonrisa—. Huelen de maravilla. —Buenos días, cariño —respondió la anciana mientras vertía leche en ambas tazas de café— . Feliz cumpleaños, ¿emocionada?

La aludida asintió con energía, tenía tantos planes y tanto por vivir. Sin embargo, toda la emoción se relegó en un segundo plano al ver una caja rectangular. Ésta iba envuelta en papel verde lima y rodeada por un lazo azul eléctrico.

—¿Puedo abrirlo ya? ¡Por favor! —exclamó dando saltitos emocionados.

Su abuela asintió y la joven fue directa a desgarrar el papel. En el interior de la caja había un precioso vestido blanco con encaje y un lazo blanco.

Belinda intentó no arrugar la nariz, aquel vestido se parecía al que utilizó para la Comunión. No obstante, era incapaz de romperle el corazón a su abuela, quien incluso la dejó dormir en su casa para que pudiese ir andando a la fiesta de aquella noche.

Inspiró hondo y fingió una sonrisa.

—¿Puedes probártelo? Me haría mucha ilusión.

Su nieta cedió y fue a ponérselo. Cuando volvió a la cocina lo hizo con un aspecto infantil gracias al recogido con el lazo y el vestido. 

Pensó que era una suerte que nadie, salvo su abuela, la viese así vestida. Pero tampoco quería quejarse, aquella mujer la adoraba y había evitado que cogiese un taxi de madrugada, le hacía el desayuno; el horrendo regalo era lo de menos.

—¡Estás preciosa! —alabó la anciana— Ojalá pudiese congelar este momento. Y ahora, a desayunar, jovencita.

Belinda se sentó frente a ella y devoró las tortitas antes de dar un gran sorbo al café con leche. Le gustó mucho el sabor, aunque bajo el sirope notó algo extraño.

—abuela, ¿has cambiado la canela por otra cosa?

—Así es.

—¿Jengibre? ¿Nuez moscada?

La anciana negó con la cabeza antes de ponerse en pie y rodear la mesa de la cocina, decorada con un tapete de encaje blanco.

—Almendra amarga, cielo.

Belinda abrió desmesuradamente los ojos y tosió, algo le desgarraba por dentro. Como si unas cuchillas se deslizasen desde la boca del estómago.

—Me… me… —gimió antes de caer al suelo con un golpe seco.

Elisa miró primero con horror y gritó. Transcurridos unos minutos se calmó, sonrió y fue a buscar una manta para cubrir el cuerpo de su difunta nieta.

Tras un parpadeo, la anciana vio que en realidad estaba en una habitación. Recordó que estaba interna en un psiquiátrico por envenenar a su nieta. 

No se arrepentía de nada, sabía que así ella jamás la abandonaría. Siempre estarían juntas y celebrando eternamente el fin de año y el cumpleaños.

Cerró los ojos un minuto. 

Al abrirlos, estaba sirviendo las tortitas cuando escuchó:

— Buenos días, abu. Huelen de maravilla.

Bendita comunidad

por Patricia Richmond

Vivo a gusto en mi piso. Nunca he compartido las quejas que suelo escuchar a quienes, como yo, residen en bloques de apartamentos y no soportan a sus vecinos. Y es, sobre todo, en fechas como estas, con el patio adornado y las puertas cargadas de ángeles, papanoeles y estrellas, cuando más celebro haberme mudado a mi entrañable comunidad.

Pero ayer, aunque era Nochebuena, me sorprendió encontrar una preciosa corona de muérdago, con la frase “Feliz Navidad” en el centro, colgada justo en el portón del vecino de enfrente. Hacía mucho tiempo que no veía al huraño Pascual y no era su estilo desearnos felicidad. Sabía que estaba bien por sus continuos lamentos, que podía escuchar a través de la pared: sobre el volumen del televisor del abuelo del tercero, los lloros del bebé del quinto, las risas de las gemelas del segundo… Todo parecía molestarle y apenas salía de su casa desde la repentina muerte de su mujer, unos meses atrás.

Me acerqué a contemplar el adorno y la entrada se abrió unos centímetros. 

—¡Hola! —exclamé, pero nadie respondió. 

Empujé la puerta y miré. Sentí el frío de una oscuridad pegajosa y un extraño olor dulzón.

No se oía nada. 

—¿Pascual? —grité. Nadie respondió.

Entré y, tras de mí, la puerta se cerró de golpe. Cuando me recobré del susto, palpé la pared en busca del interruptor de la luz. Lo pulsé, pero no ocurrió nada. Avancé a tientas hasta donde calculé que debía de estar la cocina. Sí, allí estaba, cerrada e inaccesible. Segura de que los latidos de mi corazón tenían que oírse por todo el piso, seguí adelante, conteniendo la respiración para que ningún otro sonido delatara mi presencia.

Fui probando todas las puertas que hallé, con el mismo resultado: todas estaban cerradas con llave. Llegué al final del pasillo, donde sabía que se encontraba el salón, igual que en mi casa. Esta vez pude entrar en la habitación. Allí el olor era más penetrante, tóxico, y, aunque me era familiar, no conseguí identificarlo. Me asustó un débil gimoteo, di la vuelta para marcharme, pero encontré la salida bloqueada y no cedió a mis sacudidas. El pánico me trastornó y la emprendí a golpes con ella, llamando a Pascual para que me dejara salir. 

Una luz muy tenue se encendió a mi espalda y me volví. En un instante reconocí que el olor que me mareaba era el mismo que desprendía la casa de mi abuela cuando íbamos cada año por la matanza del cerdo. Después de asimilar el recuerdo y comprender el significado de la escena surgida en la penumbra ante mis ojos, un grito agudo escapó de mi garganta y se perdió entre las notas del villancico que empezó a sonar a un volumen ensordecedor. 

La habitación simulaba ser un portal de belén. Las gemelas del segundo piso colgaban del techo, como angelitos anunciando la buena nueva. El bebé del quinto, amordazado con su propia lengua, hipaba encima del pesebre y el vecino del tercero, disfrazado de San José, me miraba con las cuencas de los ojos vacías.

Faltaba la Virgen María. Fue lo último que vi antes de sentir el golpe en la nuca y de escuchar la voz de Pascual:

—¡Feliz Navidad, vecina! 

     

Villancicos en la sangre

por Eduardo Iriarte Gahete

   ¡Reec Reec Reec Reeeec!

Todo vuelve a empezar.

El tiránico villancico resuena en mi cabeza. Satura mis sentidos y difumina mis recuerdos.

Ya no recuerdo quién soy ni cómo llegué hasta aquí.

Todo me da vueltas. Junto a una chimenea encendida, dos niños juegan risueños sobre una alfombra, rodeados de juguetes, cajas y trozos arrugados de papel de regalo.

El villancico es mi principio rector. Giro a la derecha. Me inclino. Una vez. Dos veces. Todo mi cuerpo se tensa y cruje. Duele. ¿Qué me está ocurriendo?

Ahora hay un espejo ante mí. «¡No! ¡Ese no soy yo! ¡No soy yo!». Mi rostro es una máscara agrietada, inexpresiva. Dos parches rojos adornan mis mejillas. Un ridículo sombrerito cónico hace equilibrios sobre mi cabeza.

Un pastor alemán irrumpe en el salón y me ladra, frenético, pero ni siquiera sus ladridos amortiguan esta odiosa música que tintinea y restalla en mis oídos. Se me acerca cada vez más, el pelaje erizado. Me enseña los dientes y gruñe.

—¿Qué le pasa a Chispa? ¡Chispa, no! ¡Deja eso!

Alguien viene y se la lleva. Solo veo a mi salvador por el rabillo del ojo, pero le bendigo en silencio.

El villancico es la sangre de mis venas. Giro a la izquierda. Me descubro el sombrero. Saludo. Una vez. Dos veces. Por Dios, que pare esto. Duele demasiado.

El ritmo de la canción desciende hasta arrastrarse. Y por fin, todo se detiene: la chimenea y los niños otra vez frente a mí. Silencio al fin. Ahora puedo pensar. Poner en orden mis ideas. Los recuerdos se abren paso como puñales.

Encontré aquella tienda de antigüedades, no sé cómo, en una callejuela olvidada de Dios. No me gustaba su aspecto, pero necesitaba comprar un regalo para mi chica, o me iba a amargar las Navidades —que mira que eres rácano; que bien que te compras adornos para la moto y buena mierda para fumar—. Por suerte, acababa de dar un palo a una vieja y llevaba algo de pasta encima.

Miré por la tienda mientras me arreglaba la sudadera, disimulando, ocultando las manchas de sangre. No creía que una vieja momia pudiese sangrar tanto.

Entonces vi la cajita de música. Se puso en marcha ella sola, con ese duendecillo dando vueltas y vueltas. Me sobresaltó. El viejo tras el mostrador me señaló con un dedo retorcido.

—Es el duende de los villancicos. Le has gustado.

Viendo que no me decidía, insistió:

—Conoce todos los villancicos. Todos los que fueron y todos los que serán. Y siempre tocará uno nuevo para ti.

No regateé. Tenía prisa por salir de ese tugurio. Antes de cerrar la cajita, el viejo tocó la cabeza del duendecillo con aquel dedo artrítico mientras murmuraba una especie de letanía ininteligible.

¿Adónde fui después? Ni siquiera sé si llegué a salir de la tienda. Me recuerdo sentado en una dura silla que crujía en la oscuridad. Recuerdo el olor a humedad y a madera vieja. El ruido de cadenas oxidadas. De afilar de cuchillos. De telas rasgadas. Y unas voces rasposas canturreando en aquella lengua extraña.

Como en una pesadilla, quería huir muy lejos. Pero si podía moverme, había olvidado cómo. Me quedé allí, como alelado, dejándoles hacer.

Cuando por fin se hizo la luz, estaba aquí, en este elegante salón que a veces gira a mi alrededor, deformado, como una noria vista por una mirilla.

—¡Oh, se ha parado la música! —exclama el niño.

—¡Otra vez! ¡Otra vez! —chilla la niña.

El crío viene corriendo. Su cabeza de gigante lo tapa todo. «¡Por favor, por favor, ya basta!», le suplico. Pero no parece que me oiga. Su mano emerge a mi lado, más grande que yo mismo. Sin prisa, concienzudamente, vuelve a darle cuerda al mecanismo. Y un nuevo villancico se va abriendo paso, a tirones, entre el ronroneo de los engranajes.

¡Reec Reec Reec Reeeec!

Y todo vuelve a empezar.


Milagro navideño

por Yolanda Fernández Benito

Mientras buscaba entre las cajas del sobrado, recordó la última Nochebuena que habían celebrado en familia y cómo todo se había torcido tras la muerte de Mariano. Su hija nunca le perdonó que no llamase al médico al pensar que aquella apendicitis solo era un simple empacho de Navidad. Encontrar la caja le ayudó a aparcar tan funestos recuerdos.  Al bajar agradeció el calor y el agradable olor del lechazo que se asaba a fuego lento en la chimenea. Ilusionada, abrió la caja y con sumo cuidado comenzó a colocar las delicadas figuritas de barro dentro del portal. El recuerdo de los árboles de colores y las estrambóticas luces que había visto en el pueblo le borró la sonrisa del rostro. 

No bajaba al pueblo desde la muerte de Mariano. El abandono de su hija y las habladurías de los paisanos la empujaron a recluirse en la casa de caza de su familia. Incluso buscó quien le sirviese todo lo que necesitaba en otro pueblo más lejano. Desde entonces, Anselmo era su único contacto con el mundo. Pero en aquella ocasión había prescindido de él. La discreción no era una de sus virtudes. 

Mientras colocaba los dulces en la bandeja, volvió a arrugar el gesto al recordar la falta de educación de la chavala que la había atendido en el supermercado. Con desgana le señaló donde estaban los turrones y tuvo que ser ella misma la que encontrase el duro y el blando entre el maremágnum de sabores a cuál más variopinto. Al preguntar por las peladillas, aquella mamarracha no solo no sabía lo que eran, si no que al intentar describírselas la dejó con la palabra en la boca. Ya en casa, se dio cuenta de que aún guardaba el detalle de la boda de la hija de Anselmo: un joyero lleno de peladillas.

Al ver a Pedro sentado en su sillón con el viejo traje de Mariano, se sintió feliz; convencida de que no llamar a la Guardia Civil había sido lo correcto y de que la mano de Dios había guiado al joven hasta su casa. También fue un milagro que solo se partiese la espalda al caer de aquella manera tan aparatosa después de que ella le atizase con la badila del brasero. Había costado que entrase en razón, pero ahora se le veía tranquilo y agradecido. 

Pedro, una vez pasado el mono, asumido que nunca volvería moverse y que nadie buscaría a un drogata sintecho, aceptó con resignación los diminutos trozos de langostinos bañados en mayonesa con exceso de ajo y de cordero seco e insípido que aquella bruja le metía en la boca como si fuese su polluelo. 

Alentada por los villancicos que sonaban en el transistor, hablaba sin parar de las navidades de su infancia. Cuando puso en la mesa la bandeja de dulces, se lamentó de que Pedro no pudiese probar las peladillas por miedo a que se atragantase. Eso sí, le obligó a comer del resto y hasta le sirvió un poco de sidra. 

Al servirse la tercera copa de sidra y con una enorme peladilla en su boca, recordó a la niñata del supermercado. 

—Ayer conocí a una cría que, aparte de maleducada, era una inculta. No sabía lo que eran las peladillas. A esa también la metía yo en vereda. Ahora que lo pienso, haríais buena pareja.  Festejó su propia ocurrencia con una ostentosa carcajada que provocó que la peladilla se desviase de su camino natural. Con exagerados aspavientos comenzó a pedir auxilio al joven. Desesperada fue consciente de que aquel tullido sería incapaz de ayudarla. Cegada por la ira, con su último aliento acertó a propinar una colleja a aquel desagradecido que reía sin parar. Cuando la radio comenzó a emitir la misa del gallo, ella yacía inerte en el suelo, mientras que la parte superior del desmadejado cuerpo del joven reposaba encima de la mesa. Pedro creía haber escuchado que Anselmo entregaría su próximo pedido en Nochevieja, uvas incluidas. Si racionaba los restos de comida y bebida que habían quedado esparcidos por la mesa a la altura de su lengua tal vez conseguiría ser el protagonista de un absurdo milagro navideño. 

¡Felices fiestas, amantes del terror! Vigilad los rincones que no iluminen las luces y sobre todo, cuidado con lo que deseáis. Atte: el equipo de Aullidos Ediciones.

©ANTOLOGÍA TERRORÍFICA NAVIDAD. Varios autores. Aullidos Ediciones, 2021.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Los relatos dispuestos a continuación pertenecen a sus respectivos autores.